Primera de Tres Partes
Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilometro de la costa cuando, de pronto, rasgó
el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil
gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida.
Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan
Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó
su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición
requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el
viento no fue mas que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció
detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el
aliento, forzó aquella torsión un... sólo... centímetro... más...
Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen.
Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas
en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de
nuevo-, no era un pájaro cualquiera.
La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las normas de
vuelo más elementales: como ir y volver entre playa y comida. Para la
mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta
gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. Más que
nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar.
Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace
popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a
Juan pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura,
experimentando.
No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a alturas
inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas, podía quedarse en el aire
más tiempo, con menos esfuerzo; y sus planeos no terminaban con el normal
chapuzón al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras de sí una estela
plana y larga al rozar la superficie con sus patas plegadas en aerodinámico
gesto contra su cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas
recogidas -que luego revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres se
desanimaron aún más.
-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan
difícil ser como el resto de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos
rasantes a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡Hijo, ya no
eres más que hueso y plumas!
-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo
hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.
-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá
pocos barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las profundidades. Si
quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar
es muy bonito, pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? No olvides que la
razón de volar es comer.
Juan asintió obedientemente. Durante los días sucesivos, intentó
comportarse como las demás gaviotas; lo intentó de verdad, trinando y
batiéndose con la Bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose
sobre un pedazo de pan y algún pez. Pero no le dió resultado.
Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente
disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría estar
empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender!
No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo de nuevo
hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.
El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había aprendido más
acerca de la velocidad que la más veloz de las gaviotas.
A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se
metió en un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió por qué
las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. En sólo seis segundos
volo a cien kilómetros por hora, velocidad a la cual el ala levantada empieza
a ceder.
Una vez tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su cuidado,
trabajando al máximo de su habilidad, perdía el control a alta velocidad.
Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia arriba, luego
inclinándose, hasta lograr un picado vertical. Entonces, cada vez que trataba
de mantener alzada al máximo su ala izquierda, giraba violentamente hacia
ese lado, y al tratar de levantar su derecha para equilibrarse, entraba, como
un rayo, en una descontrolada barrena.
Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. Diez veces lo
intentó, y las diez veces, al pasar a más de cien kilómetros por hora, terminó
en un montón de plumas descontroladas, estrellándose contra el agua.
Empapado, pensó al fin que la clave debia ser mantener las alas quietas a
alta velocidad; aletear, se dijo, hasta setenta por hora, y entonces dejar las
alas quietas.
Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura, descendiendo en vertical,
el pico hacia abajo y las alas completamente extendidas y estables desde el
momento en que pasó los setenta kilómetros por hora. Necesitó un esfuerzo
tremendo, pero lo consiguió. En diez segundos, volaba como una centella
sobrepasando los ciento treinta kilómetros por hora. ¡Juan había conseguido
una marca mundial de velocidad para gaviotas!
Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó a salir del picado, en
el instante en que cambió el angulo de sus alas, se precipitó en el mismo
terrible e incontrolado desastre de antes y, a ciento treinta kilómetros por
hora, el desenlace fue como un dinamitazo. Juan Gaviota se desintegró y fue
a estrellarse contra un mar duro como un ladrillo.
Cuando recobró el sentido, era ya pasado el anochecer, y se halló a la luz de
la Luna y flotando en el océano. Sus alas desgreñadas parecían lingotes de
plomo, pero el fracaso le pesaba aún más sobre la espalda. Débilmente
deseó que el peso fuera suficiente para arrastrarle al fondo, y así terminar
con todo.
A medida que se hundía, una voz hueca y extraña resonó en su interior. No
hay forma de evitarlo. Soy gaviota. Soy limitado por la naturaleza. Si
estuviese destinado a aprender tanto sobre volar, tendría por cerebro cartas
de navegación. Si estuviese destinado a volar a alta velocidad, tendría las
alas cortas de un halcón, y comería ratones en lugar de peces. Mi padre tenía
razón. Tengo que olvidar estas tonterías. Tengo que volar a casa, a la
Bandada, y estar contento de ser como soy: una pobre y limitada gaviota.
La voz se fue desvaneciendo y Juan se sometió. Durante la noche, el lugar
para una gaviota es la playa y, desde ese momento, se prometió ser una
gaviota normal. Así todo el mundo se sentiría más feliz.
Cansado se elevó de las oscuras aguas y voló hacia tierra, agradecido de lo
que habia aprendido sobre cómo volar a baja altura con el menor esfuerzo.
-Pero no -pensó-. Ya he terminado con esta manera de ser, he terminado con
todo lo que he aprendido. Soy una gaviota como cualquier otra gaviota, y
volaré como tal.
Asi es que ascendió dolorosamente a treinta metros y aleteó con más fuerza
luchando por llegar a la orilla.
Se encontró mejor por su decisión de ser como otro cualquiera de la
Bandada. Ahora no habría nada que le atara a la fuerza que le impulsaba a
aprender, no habría más desafíos ni más fracasos. Y le resultó grato dejar ya
de pensar, y volar, en la oscuridad, hacia las luces de la playa.
¡La oscuridad!, exclamó, alarmada, la hueca voz. ¡Las gaviotas nunca vuelan
en la oscuridad!
Juan no estaba alerta para escuchar. Es grato, pensó. La Luna y las luces
centelleando en el agua, trazando luminosos senderos en la oscuridad, y todo
tan pacífico y sereno...
¡Desciende! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! ¡Si hubieras nacido
para volar en la oscuridad, tendrías los ojos de buho! ¡Tendrías por cerebro
cartas de navegación! ¡Tendrias las alas cortas de un halcón!
Allí, en la noche, a treinta metros de altura, Juan Salvador Gaviota parpadeó.
Sus dolores, sus resoluciones, se esfumaron.
¡Alas cortas! ¡Las alas cortas de un halcón!
¡Esta es la solución! ¡Qué necio he sido! ¡No necesito más que un ala muy
pequeñita, no necesito más que doblar la parte mayor de mis alas y volar
sólo con los extremos! ¡Alas cortas!
Subió a setecientos metros sobre el negro mar, y sin pensar por un momento
en el fracaso o en la muerte, pegó fuertemente las antealas a su cuerpo,
dejó solamente los afilados extremos asomados como dagas al viento, y cayó
en picado vertical.
El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. Cien kilómetros por
hora, ciento treinta, ciento ochenta y aún más rápido. La tensión de las alas
a doscientos kilómetros por hora no era ahora tan grande como antes a cien,
y con un mínimo movimiento de los extremos de las alas aflojó gradualmente
el picado y salió disparado sobre las olas, como una gris bala de cañón bajo
la Luna.
Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas
rayas, y se regocijó. ¡A doscientos kilómetros por hora! ¡Y bajo control! ¿Si
pico desde mil metros en lugar de quinientos, a cuánto llegaré...?
Olvidó sus resoluciones de hace un momento, arrebatadas por ese gran
viento. Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que había
hecho consigo mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas
que aceptan lo corriente. Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje
no necesita esa clase de promesas.
Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. Desde dos mil
metros los pesqueros eran puntos sobre el agua plana y azul, la Bandada de
la Comida una débil nube de insignificantes motitas en circulación.
Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que su miedo
estuviera bajo control. Entonces, sin ceremonias, encogió sus antealas,
extendió los cortos y angulosos extremos, y se precipitó directamente hacia
el mar. Al pasar los dos mil metros, logró la velocidad máxima, el viento era
una sólida y palpitante pared sonora contra la cual no podía avanzar con más
rapidez. Ahora volaba recto hacia abajo a trescientos viente kilómetros por
hora. Tragó saliva, comprendiendo que se haría trizas si sus alas llegaban a
desdoblarse a esa velocidad, y se despedazaría en un millón de partículas de
gaviota. Pero la velocidad era poder, y la velocidad era gozo, y la velocidad
era pura belleza.
Empezó su salida del picado a trescientos metros, los extremos de las alas
batidos y borrosos en ese gigantesco viento, y justamente en su camino, el
barco y la multitud de gaviotas se desenfocaban y crecían con la rapidez de
una cometa.
No pudo parar; no sabía aún ni cómo girar a esa velocidad.
Una colisión sería la muerte instantánea.
Asi es que cerró los ojos.
Sucedió entonces que esa mañana, justo después del amanecer, Juan
Salvador Gaviota se disparó directamente en medio de la Bandada de la
Comida marcando trescientos dieciocho kilómetros por hora, los ojos
cerrados y en medio de un rugido de viento y plumas. La Gaviota de la
Providencia le sonrió por esta vez, y nadie resultó muerto.
Cuando al fin apuntó su pico hacia el cielo azul, aun zumbaba a doscientos
cuarenta kilómetros por hora. Al reducir a treinta y extender sus alas otra
vez, el pesquero era una miga en el mar, mil metros más abajo.
Sólo pensó en el triunfo, ¡La velocidad maxima! ¡Una gaviota a trescientos
viente kilómetros por hora! Era un descubrimiento, el momento más grande
y singular en la historia de la Bandada, y en ese momento una nueva epoca
se abrió para Juan Salvador Gaviota. Voló hasta su solitaria área de
practicas, y doblando sus alas para un picado desde tres mil metros, se puso
a trabajar en seguida para descubrir la forma de girar.
Se dió cuenta de que al mover una sola pluma del extremo de su ala una
fracción de centímetro, causaba una curva suave y extensa a tremenda
velocidad. Antes de haberlo aprendido, sin embargo, vio que cuando movia
más de una pluma a esa velocidad, giraba como una bala de rifle... y así fue
Juan la primera gaviota de este mundo en realizar acrobacias aéreas.
No perdió tiempo ese día en charlar con las otras gaviotas, sino que siguió
volando hasta después de la puesta del Sol. Descubrió el rizo, el balance
lento, el balance en punta, la barrena invertida, el medio rizo invertido.
Cuando Juan volvió a la Bandada ya en la playa, era totalmente de noche.
Estaba mareado y rendido. No obstante, y no sin satisfacción, hizo un rizo
para aterrizar y un tonel rápido justo antes de tocar tierra. Cuando sepan,
pensó, lo del Descubrimiento, se pondrán locos de alegría. ¡Cuánto mayor
sentido tiene ahora la vida! ¡En lugar de nuestro lento y pesado ir y venir a
los pesqueros, hay una razán para vivir! Podremos alzarnos sobre nuestra
ignorancia, podremos descubrirnos como criaturas de perfección, inteligencia
y habilidad. ¡Podremos ser libres! ¡Podremos aprender a volar!
Los años venideros susurraban y resplandecían de promesas.
Las gaviotas se hallaban reunidas en Sesión de Consejo cuando Juan tomó
tierra, y parecía que habían estado así reunidas durante algún tiempo.
Estaban, efectivamente, esperando.
-¡Juan Salvador Gaviota! ¡Ponte al Centro! -Las palabras de la Gaviota Mayor
sonaron con la voz solemne propia de las altas ceremonias. Ponerse en el
Centro sólo significaba gran vergüenza o gran honor. Situarse en el Centro
por Honor, era la forma en que se señalaba a los jefes más destacados entre
las gaviotas. ¡Por supuesto, pensó, la Bandada de la Comida... esta mañana:
vieron el Descubrimiento! Pero yo no quiero honores. No tengo ningún deseo
de ser líder. Sólo quiero compartir lo que he encontrado, y mostrar esos
nuevos horizontes que nos están esperando. Y dio un paso al frente.
-Juan Salvador Gaviota -dijo el Mayor-. ¡Ponte al Centro para tu Vergüenza
ante la mirada de tus semejantes!
Sintió como si le hubieran golpeado con un madero. Sus rodillas empezaron a
temblar, sus plumas se combaron, y le zumbaron los oídos. ¿Al Centro para
deshonrarme? ¡Imposible! ¡El Descubrimiento! ¡No entienden! ¡Están
equivocados! ¡Están equivocados!
-... por su irresponsabilidad temeraria -entonó la voz solemne-, al violar la
dignidad y la tradición de la Familia de las Gaviotas...
Ser centrado por deshonor significaba que le expulsarían de la sociedad de
las gaviotas, desterrado a una vida solitaria en los Lejanos Acantilados.
-... algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la irresponsabilidad se
paga. La vida es lo desconocido y lo irreconocible, salvo que hemos nacido
para comer y vivir el mayor tiempo posible.
Una gaviota nunca replica al Consejo de la Bandada, pero la voz de Juan se
hizo oir:
-¿Irresponsabilidad? ¡Hermanos míos! -gritó-. ¿Quién es más responsable
que una gaviota que ha encontrado y que persigue un significado, un fin más
alto para la vida? ¡Durante mil años hemos escarbado tras las cabezas de los
peces, pero ahora tenemos una razón para vivir; para aprender, para
descubrir; para ser libres! Dadme una oportunidad, dejadme que os muestre
lo que he encontrado...
La Bandada parecía de piedra.
-Se ha roto la Hermandad -entonaron juntas las gaviotas, y todas de acuerdo
cerraron solemnemente sus oídos y le dieron la espalda.
Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más
allá de los Lejanos Acantilados. Su único pesar no era su soledad, sino que
las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba al volar;
que se negasen a abrir sus ojos y a ver.
Aprendía más cada día. Aprendió que un picado aerodinámico a alta
velocidad podía ayudarle a encontrar aquel pez raro y sabroso que habitaba a
tres metros bajo la superficie del océano: ya no le hicieron falta pesqueros ni
pan duro para sobrevivir. Aprendió a dormir en el aire fijando una ruta
durante la noche a través del viento de la costa, atravesando ciento
cincuenta kilómetros de sol a sol. Con el mismo control interior, voló a traves
de espesas nieblas marinas y subió sobre ellas hasta cielos claros y
deslumbradores... mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más
que niebla y lluvia. Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para
regalarse allí con los más sabrosos insectos.
Lo que antes había esperado conseguir para toda la Bandada, lo obtuvo
ahora para si mismo; aprendió a volar y no se arrepintió del precio que había
pagado. Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la ira, son
las razones por las que la vida de una gaviota es tan corta, y al desaparecer
aquellas de su pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena.
Vinieron entonces al anochecer, y encontraron a Juan planeando, pacífico y
solitario en su querido cielo. Las dos gaviotas que aparecieron juto a sus alas
eran puras como luz de estrellas, y su resplandor era suave y amistoso en el
alto cielo nocturno. Pero lo más hermoso de todo era la habilidad con la que
volaban; los extremos de sus alas avanzando a un preciso y constante
centímetro de las suyas.
Sin decir palabra, Juan les puso a prueba, prueba que ninguna gaviota había
superado jamás. Torció sus alas, y redujo su velocidad a un sólo kilómetro
por hora, casi parándose. Aquellas dos radiantes aves redujeron tambien la
suya, en formación cerrada. Sabían lo que era volar lento.
Dobló sus alas, giró y cayó en picado a doscientos kilómetros por hora. Se
dejaron caer con él, precipitándose hacia abajo en formación impecable.
Por fin, Juan voló con igual velocidad hacia arriba en un giro lento y vertical.
Giraron con él, sonriendo.
Recuperó el vuelo horizontal y se quedó callado un tiempo antes de decir:
-Muy bien. ¿Quiénes sois?
-Somos de tu Bandada, Juan. Somos tus hermanos. -Las palabras fueron
firmes y serenas-. Hemos venido a llevarte más arriba, a llevarte a casa.
-¡Casa no tengo! Bandada tampoco tengo. Soy un Exilado. Y ahora volamos a
la vanguardia del Viento de la Gran Montana. Unos cientos de metros más, y
no podré levantar más este viejo cuerpo.
-Sí que puedes, Juan. Porque has aprendido. Una etapa ha terminado, y ha
llegado la hora de que empiece otra.
Tal como le había iluminado toda su vida, también ahora el entendimiento
iluminó ese instante de la existencia de Juan Gaviota. Tenían razón. El era
capaz de volar más alto, y ya era hora de irse a casa.
Echó una larga y última mirada al cielo, a esa magnífica tierra de plata donde
tanto había aprendido.
-Estoy listo -dijo al fin.
Y Juan Salvador Gaviota se elevó con las dos radiantes gaviotas para
desaparecer en un perfecto y oscuro cielo.
Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilometro de la costa cuando, de pronto, rasgó
el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil
gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida.
Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan
Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó
su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición
requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el
viento no fue mas que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció
detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el
aliento, forzó aquella torsión un... sólo... centímetro... más...
Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen.
Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas
en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de
nuevo-, no era un pájaro cualquiera.
La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las normas de
vuelo más elementales: como ir y volver entre playa y comida. Para la
mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta
gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. Más que
nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar.
Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace
popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a
Juan pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura,
experimentando.
No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a alturas
inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas, podía quedarse en el aire
más tiempo, con menos esfuerzo; y sus planeos no terminaban con el normal
chapuzón al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras de sí una estela
plana y larga al rozar la superficie con sus patas plegadas en aerodinámico
gesto contra su cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas
recogidas -que luego revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres se
desanimaron aún más.
-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan
difícil ser como el resto de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos
rasantes a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡Hijo, ya no
eres más que hueso y plumas!
-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo
hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.
-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá
pocos barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las profundidades. Si
quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar
es muy bonito, pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? No olvides que la
razón de volar es comer.
Juan asintió obedientemente. Durante los días sucesivos, intentó
comportarse como las demás gaviotas; lo intentó de verdad, trinando y
batiéndose con la Bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose
sobre un pedazo de pan y algún pez. Pero no le dió resultado.
Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente
disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría estar
empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender!
No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo de nuevo
hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.
El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había aprendido más
acerca de la velocidad que la más veloz de las gaviotas.
A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se
metió en un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió por qué
las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. En sólo seis segundos
volo a cien kilómetros por hora, velocidad a la cual el ala levantada empieza
a ceder.
Una vez tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su cuidado,
trabajando al máximo de su habilidad, perdía el control a alta velocidad.
Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia arriba, luego
inclinándose, hasta lograr un picado vertical. Entonces, cada vez que trataba
de mantener alzada al máximo su ala izquierda, giraba violentamente hacia
ese lado, y al tratar de levantar su derecha para equilibrarse, entraba, como
un rayo, en una descontrolada barrena.
Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. Diez veces lo
intentó, y las diez veces, al pasar a más de cien kilómetros por hora, terminó
en un montón de plumas descontroladas, estrellándose contra el agua.
Empapado, pensó al fin que la clave debia ser mantener las alas quietas a
alta velocidad; aletear, se dijo, hasta setenta por hora, y entonces dejar las
alas quietas.
Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura, descendiendo en vertical,
el pico hacia abajo y las alas completamente extendidas y estables desde el
momento en que pasó los setenta kilómetros por hora. Necesitó un esfuerzo
tremendo, pero lo consiguió. En diez segundos, volaba como una centella
sobrepasando los ciento treinta kilómetros por hora. ¡Juan había conseguido
una marca mundial de velocidad para gaviotas!
Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó a salir del picado, en
el instante en que cambió el angulo de sus alas, se precipitó en el mismo
terrible e incontrolado desastre de antes y, a ciento treinta kilómetros por
hora, el desenlace fue como un dinamitazo. Juan Gaviota se desintegró y fue
a estrellarse contra un mar duro como un ladrillo.
Cuando recobró el sentido, era ya pasado el anochecer, y se halló a la luz de
la Luna y flotando en el océano. Sus alas desgreñadas parecían lingotes de
plomo, pero el fracaso le pesaba aún más sobre la espalda. Débilmente
deseó que el peso fuera suficiente para arrastrarle al fondo, y así terminar
con todo.
A medida que se hundía, una voz hueca y extraña resonó en su interior. No
hay forma de evitarlo. Soy gaviota. Soy limitado por la naturaleza. Si
estuviese destinado a aprender tanto sobre volar, tendría por cerebro cartas
de navegación. Si estuviese destinado a volar a alta velocidad, tendría las
alas cortas de un halcón, y comería ratones en lugar de peces. Mi padre tenía
razón. Tengo que olvidar estas tonterías. Tengo que volar a casa, a la
Bandada, y estar contento de ser como soy: una pobre y limitada gaviota.
La voz se fue desvaneciendo y Juan se sometió. Durante la noche, el lugar
para una gaviota es la playa y, desde ese momento, se prometió ser una
gaviota normal. Así todo el mundo se sentiría más feliz.
Cansado se elevó de las oscuras aguas y voló hacia tierra, agradecido de lo
que habia aprendido sobre cómo volar a baja altura con el menor esfuerzo.
-Pero no -pensó-. Ya he terminado con esta manera de ser, he terminado con
todo lo que he aprendido. Soy una gaviota como cualquier otra gaviota, y
volaré como tal.
Asi es que ascendió dolorosamente a treinta metros y aleteó con más fuerza
luchando por llegar a la orilla.
Se encontró mejor por su decisión de ser como otro cualquiera de la
Bandada. Ahora no habría nada que le atara a la fuerza que le impulsaba a
aprender, no habría más desafíos ni más fracasos. Y le resultó grato dejar ya
de pensar, y volar, en la oscuridad, hacia las luces de la playa.
¡La oscuridad!, exclamó, alarmada, la hueca voz. ¡Las gaviotas nunca vuelan
en la oscuridad!
Juan no estaba alerta para escuchar. Es grato, pensó. La Luna y las luces
centelleando en el agua, trazando luminosos senderos en la oscuridad, y todo
tan pacífico y sereno...
¡Desciende! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! ¡Si hubieras nacido
para volar en la oscuridad, tendrías los ojos de buho! ¡Tendrías por cerebro
cartas de navegación! ¡Tendrias las alas cortas de un halcón!
Allí, en la noche, a treinta metros de altura, Juan Salvador Gaviota parpadeó.
Sus dolores, sus resoluciones, se esfumaron.
¡Alas cortas! ¡Las alas cortas de un halcón!
¡Esta es la solución! ¡Qué necio he sido! ¡No necesito más que un ala muy
pequeñita, no necesito más que doblar la parte mayor de mis alas y volar
sólo con los extremos! ¡Alas cortas!
Subió a setecientos metros sobre el negro mar, y sin pensar por un momento
en el fracaso o en la muerte, pegó fuertemente las antealas a su cuerpo,
dejó solamente los afilados extremos asomados como dagas al viento, y cayó
en picado vertical.
El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. Cien kilómetros por
hora, ciento treinta, ciento ochenta y aún más rápido. La tensión de las alas
a doscientos kilómetros por hora no era ahora tan grande como antes a cien,
y con un mínimo movimiento de los extremos de las alas aflojó gradualmente
el picado y salió disparado sobre las olas, como una gris bala de cañón bajo
la Luna.
Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas
rayas, y se regocijó. ¡A doscientos kilómetros por hora! ¡Y bajo control! ¿Si
pico desde mil metros en lugar de quinientos, a cuánto llegaré...?
Olvidó sus resoluciones de hace un momento, arrebatadas por ese gran
viento. Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que había
hecho consigo mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas
que aceptan lo corriente. Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje
no necesita esa clase de promesas.
Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. Desde dos mil
metros los pesqueros eran puntos sobre el agua plana y azul, la Bandada de
la Comida una débil nube de insignificantes motitas en circulación.
Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que su miedo
estuviera bajo control. Entonces, sin ceremonias, encogió sus antealas,
extendió los cortos y angulosos extremos, y se precipitó directamente hacia
el mar. Al pasar los dos mil metros, logró la velocidad máxima, el viento era
una sólida y palpitante pared sonora contra la cual no podía avanzar con más
rapidez. Ahora volaba recto hacia abajo a trescientos viente kilómetros por
hora. Tragó saliva, comprendiendo que se haría trizas si sus alas llegaban a
desdoblarse a esa velocidad, y se despedazaría en un millón de partículas de
gaviota. Pero la velocidad era poder, y la velocidad era gozo, y la velocidad
era pura belleza.
Empezó su salida del picado a trescientos metros, los extremos de las alas
batidos y borrosos en ese gigantesco viento, y justamente en su camino, el
barco y la multitud de gaviotas se desenfocaban y crecían con la rapidez de
una cometa.
No pudo parar; no sabía aún ni cómo girar a esa velocidad.
Una colisión sería la muerte instantánea.
Asi es que cerró los ojos.
Sucedió entonces que esa mañana, justo después del amanecer, Juan
Salvador Gaviota se disparó directamente en medio de la Bandada de la
Comida marcando trescientos dieciocho kilómetros por hora, los ojos
cerrados y en medio de un rugido de viento y plumas. La Gaviota de la
Providencia le sonrió por esta vez, y nadie resultó muerto.
Cuando al fin apuntó su pico hacia el cielo azul, aun zumbaba a doscientos
cuarenta kilómetros por hora. Al reducir a treinta y extender sus alas otra
vez, el pesquero era una miga en el mar, mil metros más abajo.
Sólo pensó en el triunfo, ¡La velocidad maxima! ¡Una gaviota a trescientos
viente kilómetros por hora! Era un descubrimiento, el momento más grande
y singular en la historia de la Bandada, y en ese momento una nueva epoca
se abrió para Juan Salvador Gaviota. Voló hasta su solitaria área de
practicas, y doblando sus alas para un picado desde tres mil metros, se puso
a trabajar en seguida para descubrir la forma de girar.
Se dió cuenta de que al mover una sola pluma del extremo de su ala una
fracción de centímetro, causaba una curva suave y extensa a tremenda
velocidad. Antes de haberlo aprendido, sin embargo, vio que cuando movia
más de una pluma a esa velocidad, giraba como una bala de rifle... y así fue
Juan la primera gaviota de este mundo en realizar acrobacias aéreas.
No perdió tiempo ese día en charlar con las otras gaviotas, sino que siguió
volando hasta después de la puesta del Sol. Descubrió el rizo, el balance
lento, el balance en punta, la barrena invertida, el medio rizo invertido.
Cuando Juan volvió a la Bandada ya en la playa, era totalmente de noche.
Estaba mareado y rendido. No obstante, y no sin satisfacción, hizo un rizo
para aterrizar y un tonel rápido justo antes de tocar tierra. Cuando sepan,
pensó, lo del Descubrimiento, se pondrán locos de alegría. ¡Cuánto mayor
sentido tiene ahora la vida! ¡En lugar de nuestro lento y pesado ir y venir a
los pesqueros, hay una razán para vivir! Podremos alzarnos sobre nuestra
ignorancia, podremos descubrirnos como criaturas de perfección, inteligencia
y habilidad. ¡Podremos ser libres! ¡Podremos aprender a volar!
Los años venideros susurraban y resplandecían de promesas.
Las gaviotas se hallaban reunidas en Sesión de Consejo cuando Juan tomó
tierra, y parecía que habían estado así reunidas durante algún tiempo.
Estaban, efectivamente, esperando.
-¡Juan Salvador Gaviota! ¡Ponte al Centro! -Las palabras de la Gaviota Mayor
sonaron con la voz solemne propia de las altas ceremonias. Ponerse en el
Centro sólo significaba gran vergüenza o gran honor. Situarse en el Centro
por Honor, era la forma en que se señalaba a los jefes más destacados entre
las gaviotas. ¡Por supuesto, pensó, la Bandada de la Comida... esta mañana:
vieron el Descubrimiento! Pero yo no quiero honores. No tengo ningún deseo
de ser líder. Sólo quiero compartir lo que he encontrado, y mostrar esos
nuevos horizontes que nos están esperando. Y dio un paso al frente.
-Juan Salvador Gaviota -dijo el Mayor-. ¡Ponte al Centro para tu Vergüenza
ante la mirada de tus semejantes!
Sintió como si le hubieran golpeado con un madero. Sus rodillas empezaron a
temblar, sus plumas se combaron, y le zumbaron los oídos. ¿Al Centro para
deshonrarme? ¡Imposible! ¡El Descubrimiento! ¡No entienden! ¡Están
equivocados! ¡Están equivocados!
-... por su irresponsabilidad temeraria -entonó la voz solemne-, al violar la
dignidad y la tradición de la Familia de las Gaviotas...
Ser centrado por deshonor significaba que le expulsarían de la sociedad de
las gaviotas, desterrado a una vida solitaria en los Lejanos Acantilados.
-... algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la irresponsabilidad se
paga. La vida es lo desconocido y lo irreconocible, salvo que hemos nacido
para comer y vivir el mayor tiempo posible.
Una gaviota nunca replica al Consejo de la Bandada, pero la voz de Juan se
hizo oir:
-¿Irresponsabilidad? ¡Hermanos míos! -gritó-. ¿Quién es más responsable
que una gaviota que ha encontrado y que persigue un significado, un fin más
alto para la vida? ¡Durante mil años hemos escarbado tras las cabezas de los
peces, pero ahora tenemos una razón para vivir; para aprender, para
descubrir; para ser libres! Dadme una oportunidad, dejadme que os muestre
lo que he encontrado...
La Bandada parecía de piedra.
-Se ha roto la Hermandad -entonaron juntas las gaviotas, y todas de acuerdo
cerraron solemnemente sus oídos y le dieron la espalda.
Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más
allá de los Lejanos Acantilados. Su único pesar no era su soledad, sino que
las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba al volar;
que se negasen a abrir sus ojos y a ver.
Aprendía más cada día. Aprendió que un picado aerodinámico a alta
velocidad podía ayudarle a encontrar aquel pez raro y sabroso que habitaba a
tres metros bajo la superficie del océano: ya no le hicieron falta pesqueros ni
pan duro para sobrevivir. Aprendió a dormir en el aire fijando una ruta
durante la noche a través del viento de la costa, atravesando ciento
cincuenta kilómetros de sol a sol. Con el mismo control interior, voló a traves
de espesas nieblas marinas y subió sobre ellas hasta cielos claros y
deslumbradores... mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más
que niebla y lluvia. Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para
regalarse allí con los más sabrosos insectos.
Lo que antes había esperado conseguir para toda la Bandada, lo obtuvo
ahora para si mismo; aprendió a volar y no se arrepintió del precio que había
pagado. Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la ira, son
las razones por las que la vida de una gaviota es tan corta, y al desaparecer
aquellas de su pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena.
Vinieron entonces al anochecer, y encontraron a Juan planeando, pacífico y
solitario en su querido cielo. Las dos gaviotas que aparecieron juto a sus alas
eran puras como luz de estrellas, y su resplandor era suave y amistoso en el
alto cielo nocturno. Pero lo más hermoso de todo era la habilidad con la que
volaban; los extremos de sus alas avanzando a un preciso y constante
centímetro de las suyas.
Sin decir palabra, Juan les puso a prueba, prueba que ninguna gaviota había
superado jamás. Torció sus alas, y redujo su velocidad a un sólo kilómetro
por hora, casi parándose. Aquellas dos radiantes aves redujeron tambien la
suya, en formación cerrada. Sabían lo que era volar lento.
Dobló sus alas, giró y cayó en picado a doscientos kilómetros por hora. Se
dejaron caer con él, precipitándose hacia abajo en formación impecable.
Por fin, Juan voló con igual velocidad hacia arriba en un giro lento y vertical.
Giraron con él, sonriendo.
Recuperó el vuelo horizontal y se quedó callado un tiempo antes de decir:
-Muy bien. ¿Quiénes sois?
-Somos de tu Bandada, Juan. Somos tus hermanos. -Las palabras fueron
firmes y serenas-. Hemos venido a llevarte más arriba, a llevarte a casa.
-¡Casa no tengo! Bandada tampoco tengo. Soy un Exilado. Y ahora volamos a
la vanguardia del Viento de la Gran Montana. Unos cientos de metros más, y
no podré levantar más este viejo cuerpo.
-Sí que puedes, Juan. Porque has aprendido. Una etapa ha terminado, y ha
llegado la hora de que empiece otra.
Tal como le había iluminado toda su vida, también ahora el entendimiento
iluminó ese instante de la existencia de Juan Gaviota. Tenían razón. El era
capaz de volar más alto, y ya era hora de irse a casa.
Echó una larga y última mirada al cielo, a esa magnífica tierra de plata donde
tanto había aprendido.
-Estoy listo -dijo al fin.
Y Juan Salvador Gaviota se elevó con las dos radiantes gaviotas para
desaparecer en un perfecto y oscuro cielo.
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