lunes, 1 de julio de 2013

por Simone Weil

La vida, tal como se ha hecho para los hombres, sólo puede soportarse con la mentira. Quienes rechazan la mentira y prefieren saber que la vida es intolerable, sin que ello signifique rebelarse contra su suerte, terminan por recibir de afuera, de un lugar situado fuera del tiempo, algo que permite aceptar la vida tal cual es.

No es tan difícil renunciar a un placer aunque sea embriagador, ni soportar un dolor por intenso que sea. Es posible verlo hacer diariamente a personas muy mediocres. Pero resulta muy difícil renunciar incluso a un placer muy pequeño o exponerse a una pena muy pequeña, solamente por Dios, por el verdadero Dios, por aquel que está en el cielo y no en otra parte, pues si se lo hace no se va al sufrimiento sino a la muerte. Una muerte más radical que la muerte corporal y que también horroriza a la naturaleza: la muerte de lo que se llama en nosotros el “yo”.



A veces la carne nos aparta de Dios, pero frecuentemente, cuando creemos que así sucede, se produce en realidad lo contrario. El alma incapaz de soportar esa presencia mortífera de Dios, esa quemadura, se refugia tras la carne, usa la carne como pantalla. No hay desfallecimiento sino traición, y la tentación de una traición semejante siempre estará presente mientras la parte mediocre del alma domine sobre la parte pura. La traición no se evita por un esfuerzo, por una violencia contra sí mismo, sino por una simple elección. Basta considerar extraña y enemiga a la parte de nosotros mismos que quiere ocultarse de Dios, incluso cuando ella sea la casi totalidad de nosotros o cuando ella es nosotros mismos. Hay que pronunciar para sí mismo constantemente una palabra de adhesión a la parte de nosotros que reclama Dios, aunque sea infinitamente pequeña. Esa dimensión infinitamente pequeña crece, a medida que adherimos a ella, en una progresión geométrica análoga a la serie 2, 4, 8, 16, 32, etc., como si fuera una semilla, y ello no depende para nada de nosotros. Podemos detener ese crecimiento negándole nuestra adhesión o hacerlo más lento si dejamos de usar la voluntad contra los movimientos desordenados de la parte carnal del alma. Pero sin embargo dicho crecimiento, cuando se efectúa, se produce en nosotros sin nosotros.

El esfuerzo mal dirigido hacia el bien, hacia Dios, también es una trampa, un engaño de la parte mediocre de nosotros mismos que trata de evitar la muerte. Hay quienes buscan a Dios a la manera de aquel que salta con los pies juntos con la esperanza de que a fuerza de saltar siempre un poco más alto un día terminará por no caer, por llegar hasta el cielo. Las personas que saltan con los pies juntos hacia el cielo, absorbidos por ese esfuerzo muscular, no miran el cielo. Y la mirada es lo único eficaz en esa materia, pues hace descender a Dios.

La parte del alma capaz de mirar a Dios está rodeada de perros que ladran, muerden y que todo lo desordenan. Hay que empuñar un látigo para domesticarlos. Nada impide por lo demás usar terrones de azúcar para amaestrarlos, cuando es posible. Pero ya se utilice el látigo o el azúcar -de hecho los dos son necesarios en proporción variable según los temperamentos- lo importante es domesticar esos perros, obligarlos a mantenerse inmóviles y en silencio. Este amaestramiento es una condición de la ascensión espiritual, pero no constituye en sí mismo una fuerza ascendente. Dios es la única fuerza ascendente, y Él viene cuando lo miramos.



El hombre no tiene que buscar y ni siquiera que creer en Dios. Sólo debe negar su amor a todo lo que es distinto de Dios. Esta negativa no supone ninguna creencia. Basta comprobar lo que es una evidencia para todo espíritu, que todos los bienes terrenales, pasados, presentes o futuros, reales o imaginarios, son perecederos y limitados, radicalmente incapaces de satisfacer el deseo de un bien infinito y perfecto que arde continuamente en nosotros. Eso todos lo saben y se lo confiesan muchas veces en la vida, pero en seguida se engañan a sí mismos para dejar de saberlo, porque sienten que si lo saben no podrán seguir viviendo. Este sentimiento es justo, pues dicho conocimiento mata, pero inflige una muerte que conduce a una resurrección.

La única elección que se ofrece al hombre es la de dedicar o no su amor a las cosas terrenales. Que se niegue a dar su amor a las cosas terrenales y que permanezca inmóvil, sin buscar ni agitarse, en actitud de espera; es absolutamente seguro que Dios hará todo el camino hasta él. Aquel que busca perturba antes que facilita la operación de Dios.

Sólo es preciso esperar y llamar. No llamar a alguien que no se sabe si existe. Gritar que se tiene hambre y que se desea pan. Se gritará durante un tiempo más o menos largo, pero finalmente se tendrá el alimento, y entonces no se creerá, se sabrá que existe realmente el pan. ¿Qué prueba más segura puede pedirse una vez que se lo ha comido? Mientras no se lo haya comido, no es necesario ni aún muy útil creer en el pan. Lo esencial es saber que se tiene hambre.

Si se observa con cuidado, con mirada realmente atenta, las almas y las colectividades humanas, se ve que en todo aquello donde está ausente la virtud de la luz sobrenatural, todo obedece a leyes mecánicas tan ciegas y precisas como las leyes de la caída de los cuerpos. Este conocimiento es beneficioso y necesario. El mar no deja de ser bello para nosotros porque sepamos que a veces los barcos naufragan en él. Por lo contrario, resulta más bello. Si modificara el movimiento de sus olas para evitar riesgos a un barco, sería un ser dotado de discernimiento y de capacidad de elección, y no ese fluido que obedece por completo a todas las presiones exteriores. Esta obediencia total es lo que constituye su belleza.



El hombre no puede salir jamás de la obediencia a Dios. Una criatura no puede dejar de obedecer. La única elección ofrecida al hombre como criatura inteligente y libre, es la de desear o no la obediencia. Si no la desea, obedece así y todo, perpetuamente, como cosa sometida a la necesidad mecánica.
Si la desea, permanece sometido a la necesidad mecánica, pero se agrega una nueva necesidad constituida por las leyes propias de las cosas sobrenaturales. Ciertas acciones se convierten en imposibles para él, y otras se cumplen a través de él y a veces a pesar de él.

Así como se aprende a leer o se aprende un oficio, se aprende a sentir en cada cosa, ante todo y únicamente, la obediencia del universo a Dios. Es realmente un aprendizaje. Como todo aprendizaje, exige esfuerzo y tiempo. Para quien llega al final, no hay más diferencia entre las cosas y los hechos que la que siente alguien que puede leer una misma frase reproducida varias veces en tinta negra y roja, e impresa en diversos tipos de caracteres. Aquel que no sabe leer sólo verá las diferencias. Para quien sabe leer, todo es equivalente, porque la frase es la misma. Para quien ha terminado el aprendizaje, las cosas y los hechos, en todas partes y siempre, son la vibración de la misma palabra divina infinitamente suave. Ello no significa que no sufra. El dolor es la coloración de ciertos hechos. Ante la frase escrita con tinta roja, el que sabe leer y el que no saben ven igualmente el rojo, pero el color rojo no tiene la misma importancia para ambos.

La desgracia es una maravilla de la técnica divina. Es un dispositivo simple e ingenioso que hace penetrar en el alma de una criatura finita esa inmensidad de fuerza ciega, brutal y fría. La distancia infinita que separa a Dios de la criatura se concentra toda en un punto para penetrar en el centro de un alma.


El hombre a quien esto sucede no tiene ninguna participación en esta operación. Se debate como una mariposa a la cual se clava viva en un álbum. Pero a través del horror, puede continuar deseando amar.
Sólo es preciso saber que el amor es una orientación y no un estado anímico. Aquel cuya alma permanece orientada hacia Dios mientras es atravesada por el clavo de la desgracia, se halla en el centro mismo del Universo. Es el verdadero centro, que no se halla en el medio, que está fuera del espacio y el tiempo, que es Dios.

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